Eran las siete. Había llegado a las dos y media a casa. Llegó feliz. Móvil en una mano y pitillo en otra. El primero, casi sin carga, el segundo, con apenas dos caladas, consumido hasta el filtro. Dos alegrías. Una conocida, la otra no. Contrapuestas. Se deslumbran.
Felicidad.
Hora de comer. Restos de sonrisa en el rostro. Sólo una perduraba. La otra se convirtió en costumbre, sin alegría.
Su felicidad se bordaba en aquella pantalla. Podrían estar en otro continente. Sus ganas de vivir estaban ahí. Aquel símbolo de un mensaje podía cambiarle el día en milésimas de segundo.
Palabras. Sólo palabras.
Eran las siete.
Llevaba toda la tarde en un mundo onírico, sonámbulo. Un mundo insomne. No podía ni quería salir. Entre calada y calada, una sonrisa. Cuando se apaga la sonrisa, se encendía el cigarro. Y viceversa. Las agujas siguieron su ritmo. Dieron las diez. El sueño y el cansancio no pudieron con su alegría. Un “duerme bien, mi niña” apagó el día para encender otro, como si de sus pitillos se tratase.
Pasaron años que a Sandra le parecieron muchos más de los que realmente fueron.
Y al final su sonrisa se consumió.
Los mensajes que él le enviaba estaban oscurecidos por una sombra que olía a Chanel.
Cuando aquella sombra desapareció, sus mensajes ya no tenían respuesta.
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